jueves, 1 de mayo de 2014

Ángeles

Dicen que los niños pequeños son ángeles. Que al morir sus almas bajan a acompañarnos y no nos dejan solos. Dicen que son ángeles...
Siempre lo veía pasear por la calle. Era en aquellos tiempos en que existía la llamada "vida de barrio" y siempre que brillaba el sol, las calles se llenaban de niños correteando. Y por supuesto, estaba él.
Era uno más de los muchos transeúntes que se veían por allí. Bastante viejo, con un abrigo desgastado y un aspecto de cansancio permanente. Lo veíamos todos los días. Siempre paseando y caminando lentamente, siempre con la pequeña en brazos.
El primer verano que lo vi, yo tenía seis años. Apenas si había empezado a calentar, pero el sol pegaba fuerte y ya no soportaba el encierro invernal. Así que salí a la calle a jugar. Todos estaban afuera. Bebés, adolescentes y aquellos como yo, atrapados en el medio. Estábamos persiguiéndonos cuando Elsa, con la discreción que siempre la ha caracterizado, empezó a señalarlo y a chillar. No era el primer anciano que veíamos por supuesto, y en aquel entonces no era más que una hombre algo mayor, pero el asunto es que era enorme. Ahí estaba con casi dos metros de altura, y unos hombros tan anchos que  parecía imposible que cupiese por ninguna puerta. Y ese mismo hombretón del tamaño de un oso, con unas manoplas gigantescas, acunaba delicadamente a un bulto rosa. La bebé estaba oculta entre varias mantas, pero podíamos escuchar los gorgoritos que hacía cada vez que el hombre la alzaba en el aire. Anciano y bebé, gigante y pequeña, ambos juntos paseando por la calle.
Con el tiempo se convirtió en una escena frecuente. El hombre oso y la pequeña bebé. Ahora que lo recuerdo, nunca vimos a los padres de la pequeña. Quizá estaban demasiado ocupados para sacarla a pasear, o quizá nunca estuvieron.
El gran hombre siempre la sacaba a pasear antes del mediodía, avanzaba calmadamente y sin prisas, pero nunca se detenía para que la pequeña jugase con los demás niños. Estaba en su mundo. Cuando miraba a la bebé, para él no existía nada más. Lo único en el universo era su risa y sus ojillos brillantes cuando la hacía saltar. Era su pequeña; era todo su mundo.
La niña fue creciendo y el anciano envejeciendo. A medida que la niña se hacía más alta, su acompañante se encogía un poco. Progresivamente se encorvaba, y un día, ya no era el sorprendente hombre oso.
Pero hay cosas que no cambian. La risa de la pequeña era una de ellas. Incluso cuando aprendió a caminar, el anciano la sostenía en sus brazos mientras avanzaban por la calle y la lanzaba por los aires, sonriendo cuando ella lo hacía.
Cuando la niña ya tenía tres años, comenzamos  ver como era ella la que guiaba a su abuelo. Comenzamos a ver como mientras la niña corría, el anciano se iba quedando atrás.
Era un espectáculo extrañamente conmovedor. Era la forma en que eran las cosas. El joven sobrepasa al más viejo y poco a poco lo va dejando atrás. Es como son las cosas.
Pero, todos saben que las cosas rara vez salen como deberían.
Los veranos pasaron, los veranos llegaron, y así también llegaron los inviernos. En estos las calles guardaban silencio. La lluvia caía en forma torrencial y todos se resguardaban del frío y la humedad. En esos días, nos acurrucábamos bajo las mantas y compartíamos tazones de sopa y leche tibia. Era invierno, y en invierno las calles guardan silencio. Pero ese año el invierno no se quedó en las calles.
Llovía a mares, el agua formaba riachuelos que fluían por las avenida como una fuerza implacable. Yo estaba sentado frente al ventanal mirando como los relámpagos hendían la noche. A salvo con mi taza de leche.
Y ahí estaba él, paseando con los brazos vacíos.
Lloviese o nevase el anciano estaba ahí, paseando con la pequeña, sonriendo cuando la arrojaba al aire. El asunto es que nadie más la veía. A ojos de nosotros los niños del barrio, sus brazos cargando el aire y haciéndolo saltar, sus ojos tristes y sus sonrisas sin razón no eran otra cosa que locura.
No era que la locura nos fuese algo ajeno. Habían unos cuantos locos del barrio que nos eran familiares. Todos inofensivos; algunos le hablaban a la nada y otros se limitaban a quedarse quietos como estatuas, hasta que poco a poco se hacían parte del paisaje. Lo mismo ocurrió con el anciano. Para nosotros siguió siendo aquel abuelo jugando con su nieta. Solo que la nieta estaba muerta, y el abuelo estaba vivo.
Ni un solo día faltó el anciano a su paseo diario. En todo el tiempo que viví en aquella calle, el anciano siguió con su recorrido sonriéndole siempre a su pequeña niña; a su razón de vivir.
Yo pasé de niño que correteaba en la calle a adolescente recluido. De joven emprendedor a trabajador comprometido. El anciano siempre estuvo ahí con su nieta. Y cuando yo abandoné aquella calle y vendí la casa, no pude dejar de esperar al encorvado hombre oso con la niña risueña.
Siempre estuvo ahí, recordando. Y ahora soy yo quien vive de sus recuerdos. Supongo que el anciano estará muerto. Supongo que murió sonriendo, porque a su lado estaría su pequeña.
Dicen que los niños son ángeles, que bajan a la tierra para alegrarnos a nosotros simples mortales con su inocente pureza. Dicen que los niños son ángeles, y debe de ser verdad.
Porque solo un ángel le daría a un hombre roto una razón para sonreír.

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